La celebración de la Nochevieja tiene raíces antiguas que se remontan a la Roma clásica. Los romanos rendían culto a Jano, el dios de las dos caras que simbolizaba el pasado y el futuro. Su influencia es tan profunda que el primer mes del año, enero o Ianuarius, lleva su nombre, recordando la dualidad de cierre y comienzo que caracteriza cada fin de ciclo.
Con la adopción del calendario juliano en el año 46 a.C., el inicio del año se fijó oficialmente el 1 de enero, desplazando la antigua costumbre de comenzar en marzo. Durante esa época, los ciudadanos romanos realizaban intercambios simbólicos, como ramas de árboles sagrados y dátiles, para atraer prosperidad y buena fortuna para los meses venideros.
Tras la caída del Imperio Romano, las festividades de fin de año continuaron adaptándose bajo distintas tradiciones, influenciadas por el cristianismo y la reorganización de los calendarios locales. En la Edad Media, el primer día del año variaba según la región: mientras algunos lo celebraban el 25 de marzo, coincidiendo con la Anunciación, otros lo hacían el 25 de diciembre, en Navidad.
La estandarización definitiva de la Nochevieja llegó con la implementación del calendario gregoriano en 1582, promovida por el Papa Gregorio XIII. Esta reforma no solo corrigió desfases astronómicos, sino que también unificó la fecha de celebración del 31 de diciembre en gran parte del mundo, consolidando un momento simbólico de reflexión, balances y nuevos comienzos.
Hoy, en Argentina y otros lugares, la Nochevieja se celebra con costumbres adaptadas: cenas familiares, brindis colectivos y rituales de buena suerte, respetando a los animales y a las personas con sensibilidad auditiva o autismo, evitando la pirotecnia ruidosa. La esencia de despedir lo vivido y dar la bienvenida a un nuevo ciclo permanece, demostrando que la tradición puede evolucionar manteniendo su espíritu.

